El legado del golpe de Estado de 2009 y el intervencionismo estadounidense en Honduras
Escrito por: Kristin Nagy & Lucia Armengol
Hoy hace 16 años, el presidente hondureño Manuel Zelaya fue derrocado y exiliado por la fuerza del país mediante un golpe militar. El apoyo directo e indirecto de Estados Unidos al golpe y al régimen de derecha que le siguió fue uno de los casos más significativos de intervencionismo estadounidense en Centroamérica en este siglo, pero ciertamente no es el único que sigue afectando a la región en la actualidad. El golpe de Estado de 2009 profundizó la militarización y la represión estatal, debilitó gravemente el Estado de derecho y empeoró las condiciones de vida de las personas hondureñas. Hoy en día, las comunidades hondureñas, especialmente aquellas que defienden la tierra, la vida y los derechos humanos, siguen viviendo con el legado y las consecuencias de este violento periodo de la historia de Honduras.
Los acontecimientos del golpe
En los meses previos al golpe, hubo una oposición conservadora al Gobierno de Zelaya y una crisis constitucional emergente. En febrero de 2009, el presidente Zelaya anunció su intención de someter a referéndum no vinculante la posibilidad de celebrar una Asamblea Nacional Constituyente para reformar la Constitución.
En marzo de 2009, tanto el Congreso como el Fiscal General expresaron su oposición al referéndum, argumentando que era inconstitucional. La oposición estaba liderada por Roberto Micheletti, presidente del Congreso Nacional y miembro del propio Partido Liberal de Zelaya. La oposición argumentaba que Zelaya estaba utilizando el referéndum para buscar la reelección, ya que la Constitución prohibía a los presidentes ejercer más de un mandato. Los partidarios del referéndum respondieron que la participación popular en la redacción de una nueva Constitución ayudaría a combatir la desigualdad y el gobierno oligárquico, permitiendo la refundación de Honduras para todas las personas. En mayo de 2009, la Corte de lo Contencioso Administrativo dictaminó la nulidad de todos los decretos ejecutivos relacionados con el referéndum y, en junio de 2009, la Corte Suprema confirmó esa decisión.
El 26 de junio de 2009, en medio del creciente conflicto constitucional y dos días antes de la celebración del referéndum, la Corte Suprema ordenó en secreto al general Romeo Vásquez Velásquez que detuviera al presidente Zelaya. Luego, en la madrugada del 28 de junio de 2009, soldados bajo el mando del general Vásquez irrumpieron en el palacio presidencial en Tegucigalpa y secuestraron al presidente Zelaya. Fue llevado a Soto Cano, una base militar estadounidense en Honduras, y obligado a subir a un avión que lo envió a San José, Costa Rica. Las autoridades estadounidenses afirman que no sabían quién iba en el avión esa mañana, pero el secretario privado de Zelaya había llamado al embajador estadounidense esa misma mañana para informarle del secuestro de Zelaya.
Por la tarde, el Congreso Nacional aceptó una carta de renuncia falsificada de Zelaya y nombró a Roberto Micheletti presidente interino. Los militares cortaron la electricidad en Tegucigalpa, bloquearon las emisoras de radio y televisión y establecieron un toque de queda a las 9 de la noche para intentar frenar la difusión de la noticia del golpe militar. Los aliados políticos de Zelaya fueron detenidos, entre ellos el ministro de Relaciones Exteriores y el alcalde de San Pedro Sula. Los embajadores de Cuba, Nicaragua y Venezuela también fueron detenidos y golpeados por el ejército hondureño. En los días posteriores al golpe, las protestas en apoyo a Zelaya fueron recibidas con una inmensa violencia y represión por parte del gobierno de Micheletti. Al menos veinte manifestantes murieron, miles de personas fueron detenidas arbitrariamente y la policía hondureña utilizó fuerza excesiva para sofocar la resistencia al gobierno golpista. A pesar de esta represión, los movimientos sociales mantuvieron 180 días consecutivos de protestas callejeras contra el golpe en Tegucigalpa, denunciando el golpe y exigiendo el restablecimiento de la democracia y los derechos humanos en Honduras.
Intervencionismo estadounidense en Centroamérica
Tras el 28 de junio, gobiernos y organizaciones internacionales condenaron de manera inequívoca los acontecimientos como un golpe militar y exigieron que Zelaya fuera restituido en el poder. Sin embargo, Estados Unidos tardó más en responder. Aunque el entonces presidente Obama condenó los acontecimientos como un golpe de Estado inmediatamente después, Estados Unidos no llegó a calificarlo como golpe militar debido a la continua presión de Hillary Clinton para que se mantuviera la ayuda militar estadounidense en Honduras. Un informe de 2017 reveló el conocimiento y el apoyo al golpe por parte de funcionarios del Departamento de Defensa de EE. UU.; funcionarios del Pentágono sabían de las reuniones entre la Corte Suprema y los militares la noche anterior al golpe, y varios ex empleados del Departamento de Estado y de Defensa informaron de conversaciones internas a favor del golpe y de la falta de medidas para restablecer a Zelaya. Está claro que, tras el golpe, la prioridad de EE. UU. no era restaurar la democracia, sino impedir el regreso de Zelaya.
Los militares que habían derrocado a Zelaya y reprimido las protestas habían recibido amplia formación de Estados Unidos, incluido el general Romeo Vásquez, un general graduado en la Escuela de las Américas del Ejército de Estados Unidos, un centro de formación con una larga trayectoria en la formación de dictadores y soldados cómplices de la violencia en América Latina. Hillary Clinton ha declarado desde entonces que «el poder legislativo nacional de Honduras y el poder judicial nacional actuaron conforme a la ley al destituir al presidente Zelaya» y que el objetivo de Estados Unidos tras el golpe era «dejar sin efecto la cuestión de Zelaya» impulsando nuevas elecciones. A pesar de los llamamientos internacionales y nacionales para que se restituyera a Zelaya, Estados Unidos apoyó las elecciones de 2009, que dieron inicio a doce años de gobierno golpista de derecha, y bloqueó los esfuerzos de la Organización de Estados Americanos para convocar elecciones libres.
La aceptación tácita, y posteriormente directa, del golpe por parte de Estados Unidos estuvo muy influida por los intereses estadounidenses en la región donde Zelaya era percibido como una amenaza. Zelaya había expresado su intención de convertir la base aérea de Soto Cano, centro de la presencia militar estadounidense en Centroamérica desde la época de la Guerra Fría, en un aeropuerto totalmente civil. Esto amenazaba directamente a Estados Unidos, que quería proteger sus intereses y su posición estratégica en la región, concretamente a través de la base militar más grande de la región: la base aérea de Soto Cano, en Comayagua. Estados Unidos optó por ignorar las preocupaciones relacionadas con la caída de la democracia y las violaciones de los derechos humanos, restando importancia al golpe en un esfuerzo por mantener su presencia militar y garantizar la protección de sus intereses.
Estados Unidos también estaba muy preocupado por sus intereses corporativos; Zelaya era considerado menos favorable a los proyectos extractivistas de las empresas estadounidenses y no permitió la inversión extranjera masiva que se produciría bajo sus sucesores. Zelaya intentó que Honduras se incorporara a un acuerdo comercial multinacional con Venezuela, que se presentó como una forma de reducir la dependencia económica de Estados Unidos en América Latina; la asociación apenas duró un año antes de que Zelaya fuera derrocado.
Hoy en día, la presencia estadounidense en la Base Aérea de Soto Cano sigue ratificando la cooperación militar entre ambos países, y Honduras se ha convertido en un frente clave en la guerra contra las drogas de Estados Unidos. Esta cooperación ha tenido consecuencias mortales en el pasado, concretamente durante la operación conjunta de interceptación de drogas «Operación Anvil», llevada a cabo en 2012 por las fuerzas armadas hondureñas y la DEA en Ahuas, Mosquitia. Agentes de la DEA ordenaron disparar con bala viva a pesrsonas civiles indígenas Miskitus, matando a cuatro personas e hiriendo gravemente a otras tres. Ningún funcionario estadounidense ha sido llevado ante la justicia por este caso. El apoyo de Estados Unidos a la violencia y la desestabilización de la democracia y la autodeterminación tiene una larga historia en Honduras, Guatemala, Nicaragua, El Salvador y en toda América Latina, motivado por la protección tanto de la ideología capitalista como del extractivismo corporativo. El intervencionismo estadounidense sigue alimentando la violencia, la desigualdad y la inestabilidad en Honduras y Centroamérica.
La amplia presencia de empresas estadounidenses en Centroamérica constituye una forma propia de intervencionismo, que a menudo perpetúa los abusos contra los derechos humanos de las comunidades con el apoyo de instituciones financieras del Norte Global. Más recientemente, el presidente Trump ha vuelto a los viejos patrones de intervención y imperialismo descarado, elogiando al autoritario gobierno de Bukele en El Salvador y amenazando con invadir Panamá y atacar México de forma unilateral. Las intervenciones en Centroamérica son solo un ejemplo del patrón histórico de conquista imperial de Estados Unidos, en el que la extracción de beneficios y los gobiernos que la permiten se protegen por encima de la soberanía de otras naciones. Aunque Estados Unidos puede justificar sus políticas actuales hacia Centroamérica por el miedo a las drogas, las pandillas y los migrantes, estos son síntomas de la inestabilidad causada por décadas de capitalismo y colonialismo estadounidenses que se ciernen sobre la región.
Los ecos del golpe de Estado hoy
En 2011, la Comisión de la Verdad y Reconciliación de Honduras determinó oficialmente que la Corte Suprema y el Congreso se excedieron en sus facultades al destituir a Zelaya y nombrar a Roberto Micheletti presidente interino. A pesar de ello, los efectos desestabilizadores del golpe de 2009 siguen sintiéndose en toda la sociedad hondureña 16 años después. Las elecciones de noviembre de 2009 dieron inicio a un periodo de 12 años de gobierno de presidentes golpistas de derecha, partidarios de los intereses políticos y económicos de Estados Unidos por encima del bienestar de las comunidades hondureñas.
Porfirio «Pepe» Lobo, presidente entre 2010 y 2014, defendió la inversión extranjera privada a través de su campaña «Honduras está abierta a los negocios», que promovía la idea de que el aumento de la inversión extranjera contribuiría al desarrollo social y económico de Honduras. Sin embargo, en realidad, la expansión de la inversión extranjera en la era posterior al golpe ha agravado la desigualdad, la corrupción y los abusos contra las comunidades hondureñas. En 2013, Lobo reformó la normativa minera y permitió la importante expansión de las operaciones mineras en Honduras, incluyendo la minería a cielo abierto y el uso de cianuro en las minas. Ese mismo año, el Congreso hondureño aprobó el Decreto n.º 120-2013, que establece el marco jurídico de las Zonas de Empleo y Desarrollo Económico (ZEDE), que permiten a los inversores extranjeros operar al margen de la legislación hondureña. Las comunidades han protestado porque las ZEDE son una amenaza para la soberanía hondureña, ya que les otorgan el poder de expropiar tierras dentro de sus zonas y las eximen de la protección social y medioambiental prevista por la legislación hondureña.
El tercer presidente golpista, Juan Orlando Hernández (a menudo conocido como JOH), sucedió a Lobo en 2014 y cumplió un mandato marcado por el apoyo a los intereses estadounidenses y las acusaciones de corrupción. En 2017, ganó un segundo mandato inconstitucional, exactamente lo que se acusó a Zelaya de intentar con el referendum. La reelección se dio mediante un fraude ampliamente cuestionado y con el apoyo total del Partido Nacional y del Gobierno estadounidense. Durante mucho tiempo fue considerado por Estados Unidos como uno de los «aliados más importantes» en Centroamérica y en la guerra contra las drogas, y fue elogiado por el presidente Trump por «detener las drogas a un nivel nunca antes visto». En realidad, JOH y su administración trabajaron mano a mano con los traficantes de cocaína y recibieron millones de dólares en sobornos a cambio de permitir a los cárteles transportar libremente drogas a través de Honduras, en lo que se ha denominado un narco-estado o narcodictadura. Un juicio celebrado en la ciudad de Nueva York declaró a JOH culpable de tráfico de drogas y lo condenó a 45 años de prisión; sin embargo, el juicio no mencionó el papel de Estados Unidos en el apoyo a su régimen a pesar de la corrupción generalizada y el tráfico de drogas.
En 2021, la elección de Xiomara Castro, esposa de Manuel Zelaya y miembro del partido LIBRE, marcó el fin de las presidencias golpistas y trajo la esperanza de que la sociedad hondureña pudiera superar la desigualdad y la violencia de la era posgolpista. LIBRE se fundó tras el golpe a través de una coalición entre organizaciones que luchaban por la reinstauración de Zelaya, como alternativa de izquierda al Partido Liberal, de centro, y al Partido Nacional, de derecha. Aunque la presidencia de Castro ha dado lugar a algunos avances positivos, muchos movimientos sociales han criticado al Gobierno de Castro por no cumplir sus promesas; la violencia contra los defensores de los derechos humanos ha continuado y las denuncias de corrupción persisten.
Si bien la política exterior en el hemisferio occidental ha experimentado cambios significativos este año bajo la segunda presidencia de Donald Trump, Estados Unidos sigue promoviendo sus intereses a expensas de las comunidades centroamericanas. Es probable que continúe la amplia presencia de fuerzas militares estadounidenses y de empresas estadounidenses que explotan la tierra y la mano de obra hondureña para su propio beneficio, y que incluso operen con menos rendición de cuentas en los próximos años.
La política de Trump hacia América Latina está impulsada por su renovada guerra contra las drogas, su deseo de contrarrestar a los gobiernos rivales con el poder capitalista de derecha y su campaña a favor de las deportaciones masivas, lógicas que han justificado el apoyo de Estados Unidos al autoritarismo en el pasado. Sus políticas amenazan con perpetuar el dominio de Estados Unidos en América Latina mediante la fuerza política y económica, así como el poder blando y la injerencia interna, sin preocuparse por el bienestar y la soberanía de quienes sufren las consecuencias de la violencia y la desigualdad que genera el intervencionismo estadounidense.